18 de febrero, 2013

Jamestown: Legend of the Lost Colony
Final Form Games
2011
Shmup
Windows, Mac OS X, Linux
www.finalformgames.com/jamestown/

Jamestown: Legend of the Lost Colony

Más de un adscrito a esta corriente de homenaje a las viejas glorias que es (a veces) el videojuego independiente enarbola el movimiento como reivindicación frente a unas maneras que quedaron obsoletas largo tiempo atrás. El auge de lo indie coincide con la celebrada resurrección de géneros caídos en desuso con el paso de los años, destacando entre la plétora de reanimados el roguelike y el shmup, géneros que bien pueden figurar como los máximos exponentes.

Oteando alrededor de ese amplio espectro de navecitas top-down, la experiencia Jamestown reúne la locura iridiscente de nube de disparos más perra —estandarte de toda una tradición de shooters— y una jugabilidad arrebatadoramente directa bajo el look de unos 16 bits tonificados al extremo, que cobra más vida si cabe gracias a un brillante diseño a caballo entre la España colonial y un hipotético futuro steampunk marciano (en toda la magnitud del término). Sucede que el atípico juegazo de Final Form Games bebe de las mecánicas de los juegos de Treasure como Radiant Silvergun (1998) e Ikaruga (2001) como si le fuera la vida en ello, eso sí, sin embriagarse en la endiablada dificultad canónica del género. No en vano, la única heterodoxia que se permite es una experiencia accesible —aunque no se lleven a engaño, desafiante por igual— apta para muñones galácticos.

En ese sentido, y pese a que las naves son mamotretos de un tamaño considerable, la hitbox se demuestra lo suficientemente pequeña como para mantener la emoción con cada proyectil que dejamos detrás (o delante) a base de arriesgadas maniobras… sin olvidar que dicho tamaño parece multiplicarse muy duramente mientras correteamos como pollos sin cabeza a lo largo y ancho de una pantalla en la que difícilmente cabe un enemigo o disparo más. Sin embargo sí que hay espacio para aliados, y es que la demencia a la que llegan los niveles más altos de dificultad fuerzan más que invitan al juego cooperativo. En otras palabras, la mala leche de Jamestown encañona por la espalda sin perder una sonrisa que contagia a los jugadores, al punto en que si el modo para machacabotones solitarios es una excitante psicodelia láser en sí misma, el frenético multijugador —sólo local, por desgracia— añade una nueva dimensión en la cual la explotación de las peculiaridades de cada nave se convierte en condición sine qua non para la supervivencia. No hay ni un rincón a salvo en este planeta de locos. Por suerte.

Huelga aclarar que aunque Jamestown nos las intente pegar en plenos dientes, es así cuando ofrece lo mejor de sí mismo. A cuatro sufridos jugadores, y en los niveles de dificultad más extremos, como debe ser. La profusión en cuanto a tipos de controles garantiza un esquema acorde a jugadores experimentados o novatazos por igual, mientras que la curva de dificultad evita rudezas en pos de una dinámica que sibilinamente sube in crescendo conforme la ropa interior de cada piloto cae a los tobillos sin tragedia alguna. Como remate, a la grandeza del título contribuye el descarado mano a mano en el que se enzarzan la jugabilidad por una parte, y un acompañamiento musical resuelto de manera magistral por un brillante e injustamente desconocido Francisco Cerda. El pianista y compositor chileno impregna de épica a un juego pícaro a su manera a base de unos temas que, tirando de orquesta y recalcitrante tradición musical, consigue evocar grandes obras de un género a priori alejado del que tratamos como es el del rol japonés, adaptándose sin embargo a la ensalada de rayos definitiva sin renunciar ni medio segundo —tampoco es que dé mucho tiempo— a su personalidad.

Ahí va otra bala perdida. Al borde de la destrucción y en pleno festival de violines y sintetizadores, reunimos las tuercas necesarias para evitar la debacle en otra lose-lose situation evadida milagrosamente. Adelante con el vaunt, que el escudo nos regala otra oportunidad. Y que siga la música, demonios.

Acerca de Eduardo Garabito


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