El quince de marzo de este mismo año, Koji Igarashi —el autor que dio vida al majestuoso Castlevania: Symphony of the Night— dejaba su puesto como productor en Konami, anunciando la apertura de un nuevo estudio independiente. Una semana antes, Kioto acogía la segunda edición del BitSummit, una exposición/declaración de intenciones en la que un buen puñado de devs japoneses (y un gran apoyo de occidentales) salían de las sombras para decir al mundo: «Eh, estamos aquí».
Durante años, he respetado el desarrollo de videojuegos nipón. Los motivos son simples y probablemente os pillen cerca: he crecido con videojuegos japoneses, en consolas japonesas en su mayoría, y para colmo los juegos que explotaban la potencia de dicha consola eran, en su mayor parte, japoneses. Es el momento en el que os acordéis mentalmente de vuestros primeros pasos en el jardín del castillo de Peach en Super Mario 64 (Nintendo, 1996), o de los constantes 60 fotogramas por segundo de Metal Gear Solid 2 (Konami, 2001). Es una apreciación subjetiva, pero siendo Japón un mercado volcado en las videoconsolas desde siempre, también es un hecho lógico. Quizá mi entusiasmo por el videojuego japonés comenzó a disiparse en la era PlayStation 2/Gamecube/Xbox —y sus hermanas portátiles—, conforme las historias de adolescentes que salvan el mundo empezaban a interesarme menos.
Pero, alejándonos de gustos personales, se puede hablar de la problemática del videojuego japonés, de esa pérdida de interés generalizada en él, desde diversas perspectivas, muchas de ellas extrapolables al pensamiento colectivo japonés. El aspecto que considero vital de la caída del desarrollo japonés es su orgullo. Y eso es un rasgo cultural difícilmente entendible desde la perspectiva occidental. Si algo tiene Japón es un orgullo empresarial duro como una roca, algo que en lo que nos toca quedó demostrado en la consola de SEGA y Sony que nunca ocurrió, hace ya casi veinte años. Una empresa japonesa es una familia, y se rige sobre el principio de que todos y cada uno de los miembros que la conforman deben —mandato y no posibilidad, ojo— invertir sus esfuerzos en el bien de la compañía, anteponiendo e incluso sacrificando el propio.
Una filosofía así puede funcionar en el sector del automóvil, electrónico y textil, hoy por hoy incontestables en beneficios. Sin embargo, provoca un profundo desgaste en los sectores más basados en la cultura y creatividad. Aunque aquí no toque profundizar sobre ello, bien sabida es la crisis de identidad del cine japonés, o el tremendo quiste que sufre el manga, atrapado en la estética moe durante demasiado tiempo. Pero lo que salva a Japón de que su industria cultural se desmorone es el conformismo de sus stakeholders, que aceptan sin demasiadas reservas que los videojuegos se rijan sobre los mismos patrones establecidos durante varias décadas. Eso, y el nada sutil desprecio por lo que no proviene de sus tierras. Porque tenedlo claro: A nosotros nos encantan sus Shadow of the Colossus, sus Ni No Kuni y Pokémon, pero ellos ignoran «nuestros» Mass Effect y Grand Theft Auto —que para algo tienen la saga Yakuza—.
Y es en ese impasse, donde sus productores se sienten explotados y no pueden hacer lo que quieren por el bien de la empresa, cuando ciertos individuos apelan a su, valga la redundancia, individualismo, por lo que se hartan y se largan por su cuenta. Y algunos de esos individuos tienen nombre y apellidos, y los conocéis. Hablo de Shinji Mikami. Hablo de Hironobu Sakaguchi. Hablo de Keiji Inafune. Y de otros tantos más, como Yu Suzuki, Fumito Ueda o del último en entrar al selecto club de indie del videojuego japonés con un pasado interesante, el ya citado Koji Igarashi.
Un submercado, el independiente nipón, al que le van haciendo falta nombres como estos para que levante el vuelo por sí mismo. Estando tan lleno de claroscuros como el nuestro occidental, y encima arrastrando algunos de los males endémicos que entre unos y otros le hemos achacado desde siempre, como falta de appeal fuera de sus fronteras, dificultad de traducción —algo que afortunadamente está cambiando gracias a iniciativas como Playism o Rice Digital— o, por su condición de nicho, dificultad para difundirse, sin duda que el respaldo de nombres potentes le viene muy, pero que muy bien.
Y es que hay vida más allá de La-Mulana de Niggoro, o Doukutsu Monogatari, conocido por estos lares como Cave Story. Hay un montón de títulos de estudios pequeños, o de grupos de amigos ahí fuera. Estos títulos doujin —termino japonés que designa a las obras culturales creadas por aficionados, o a las publicadas directamente por sus creadores, sin intermediario alguno— quieren conocerte, quieren saber qué es lo que piensas de ellos. Por cosas así nació BitSummit, que es algo más que un espacio para que se den a conocer juegos indie japoneses. Es el ecosistema perfecto para que occidente y oriente se den la mano, para que aprendamos juntos y veamos lo que hemos aprendido los unos de los otros.
Y tanto del BitSummit como de los devs ilustres y no ilustres, y de sus interesantes pasados, sus dispares presentes y sus prometedores futuros, os hablaré en el próximo artículo. Stay tuned!