12 de julio, 2013

The Walking Dead
Telltale Games
2013
Aventura
Windows
www.telltalegames.com/walkingdead

The Walking Dead

Algo me dice que de las muchas veces que tocamos —de modo más o menos tangencial— el tema de la madurez de los videojuegos, no solemos hacerlo con el debido detenimiento. Cierto es que la industria de los superéxitos prefabricados y las megaproducciones colocadas a escuadra sobre el calendario siguen sus propios dictámenes, como lo es que en todas las casas cuecen habas. Grandes o pequeños, el videojuego comienza a dejar atrás su imagen de comehoras improductivo, y desde las distintas ramas de tan lúdico pasatiempo como el que cultivamos se alzan voces que claman por valores un paso más allá; bien sean culturales, de compromiso social, o de lo que hablando pronto y mal podríamos resumir como una reivindicación de la «utilidad» del asunto.

Serious games, gamification. Con frecuencia se recuerda el mimetismo que el ocio interactivo se autoimpone como reflejo del cine —cosas de mayores— y de sus cifras astronómicas, aún mayores que las de la citada industria. Ah, de los art games también bastante. Y aunque afortunadamente existe un microcosmos de creadores y jugadores que combaten muy duramente el sambenito de superficialidad que arrastramos, se nos olvida lo más importante. Si bien esta no es una batalla perdida, la guerra se las promete largas por una sencillísima razón: los videojuegos siguen siendo un soporte tremendamente inmaduro.

Dicha inmadurez trasciende los límites de la estética y la temática —quizás los dos puntos en los que tal condición se hace diáfana—, infiltrándose por todas y cada una de los estratos en el puzle de la producción. Las más íntimas bases de los videojuegos están contaminadas, desde sus mismos orígenes hasta los tiempos que corren, por unos estereotipos ridículos, exagerados o burdamente improcedentes. Las historias de héroes inmaculados y damiselas en apuros, los malos-muy-malos y los casi obligatorios finales felices —por poner tan solo unos ejemplos— son síntomas de esta mal entendida inocencia que azota un mundillo que cada vez hunde sus raíces a mayor profundidad, a la par que proyecta sus tentáculos de las más diversas maneras. El público jugador envejece, madura y se amplía, y sin embargo el juego permanece impertérrito, ajeno a influencia alguna en cuanto a estos rasgos. En un plano algo más cercano el modelo de jugador tradicional, el héroe triunfa en su magna empresa —cuanto más rápido y fácil sea, mejor— y el jugador que lo encarna corre a por el siguiente producto. Afloja la pasta y se embarca en otra aventura clónica a la anterior, con las mismas taras, claves y giros de siempre. Y la galaxia, el poblado o la amada vuelven a estar a salvo. O bueno, por fortuna, no siempre.

He permitido que una mujer inocente sea pasto de los zombies, sin que sus gritos ni su agonía hayan ocasionado merma alguna en mi punzante y egoísta pasividad. Sin premeditación, pero con sobrada alevosía. He mentido, asesinado, manipulado. He robado, y cada uno de mis actos los he llevado a cabo persiguiendo un bien que no alcanza ni a espejismo, o al menos tendiendo al menor mal posible. En demasiados casos no lo he conseguido, pero hasta la fecha he sobrevivido. Y que venga la gloria The Walking Dead, que se atreve a mostrarse como un juego divertido, absorbente, cuidado y mimado hasta la saciedad, pero sobre todo maduro.

El «homo homini lupus», leitmotiv de la inmensa mayoría de películas con trazas de muertos vivientes en su estructura, se erige como la máxima inexcusable de un juego que no es de acción ni de aventura gráfica, ni simulador social ni estrategia. The Walking Dead es un despilfarro de humanidad interactivo, con un personaje —ora víctima, ora verdugo— que mueve los hilos al otro lado de la historia (y de la pantalla). El juego, demasiado humano, deshumaniza al jugador hasta el punto de desequilibrarlo. Rompe la cuarta pared de una patada, arrastrándote a ti, penoso superviviente del holocausto zombie, sin olvidar detrás siquiera una de tus imperfecciones. Tú con tu egoísmo, tú con tu cobardía y tus ganas de hacer el bien —o el mal, a saber— arrojado a un mundo cruel cuyos tenues hilos sociales se tensan prestos a romperse o degradarse sin la más mínima compasión. No hay piedad por los débiles ni héroes cabalgando corceles cuando las reglas del juego imponen a los animales humanos unas condiciones salvajes en toda la hermosura del concepto, acicaladas con el toque de los más básicos instintos. La recta tozudez del paladín no marca aquí camino alguno. Y tal y como sucede en la realidad diaria, las elecciones correctas no tienen a la postre por qué ser las mejores. Mastico todo este discurso y vuelvo a mentir, esta vez a una cría, diciéndole que todo va a salir bien. Y me justifico, esperando que mis embustes nos ayuden a sobrevivir.

Como jugadores, nuestros avatares virtuales acostumbran a combatir contra bestias, retorcidos soldados enemigos, criaturas mitológicas o entes demoníacos. Incluso encarnando personajes de presunta naturaleza malvada, la lógica, el orden y las convenciones de guión borran la humanidad del mismo —en su sentido más crudo— entrando en términos maquiavélicos, en irreales dualidades que separan con comodidad, casi con naturalidad, el Bien y el Mal. Acaso otra forma más de encontrar la inmadurez, de afrontar un camino por andar con otros andados y en tantas ocasiones desandados. Un punto de ingeniudad. Y luego está The Walking Dead, donde el enemigo son los remordimientos.

Acerca de Eduardo Garabito


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