09 de enero, 2013
Artículo indiespensable
Indiespensable

To The Moon
Freebird Games
2011
Drama
Windows
freebirdgames.com/to_the_moon/

To the Moon

De cuando en cuando, con escrupulosa puntualidad británica, la cíclica discusión sobre el interés de elevar el videojuego a la categoría de arte reaparece en alguna de sus manidas formas. Prácticamente desde el mismo momento en que aquel puñado de pixelotes —cuyos mayores logros solían orbitar alrededor de su limitada capacidad de saltar algo o de disparar a alguien— alcanzó entidad suficiente como para forjar una historia a partir de sus aventuras, dio comienzo el drama del arte-o-no-arte. La frontera que separa las lindes del entretenimiento y el arte son tan finas —o tan difusas— como los ojos que las repasen. Tan cambiantes como el estado anímico del que afronta la obra, dependen de sí mismas tanto como lo hacen del «aura» del jugador o espectador.

Por respeto a nuestra salud mental me cuido (y mucho) de entrar en otro debate acerca de los límites de la expresión artística. Casi que prefiero desistir en la estéril búsqueda de la cuadratura del círculo, y en su lugar, con pragmática y despótica naturalidad procedo a hacer de este pequeño espacio mi personalísimo dogma de fe cuando afirmo, sin temor a equivocarme —mi espacio, mis normas— que desde este mismo punto hasta que encuentren la firma de servidor de ustedes, «arte» va a ser toda aquella propuesta que transmita una idea o emoción mediante un soporte estético. Ergo, To The Moon es arte.

Podrían blasfemar aquí en todos los idiomas posibles. Rasgarse las vestiduras y lanzar los peores improperios hacia el RPG Maker. O  bien recibir este artículo a porta gayola, y optar por evadir cualquier tipo de discusión alegando que To The Moon ni siquiera es un videojuego. Y es que dado que tan sólo existe una limitadísima interactividad, la cual no alcanza más allá de la resolución de un par de puzles o de señalar algunos elementos en pantalla de higos a brevas, To The Moon bordea peligrosamente el concepto «videojuego» en el sentido estricto. Si bien en esta historia hay una mecánica point & click y un limitado puñado de puzles, no recuerda en modo alguno otros géneros o a la socorrida etiqueta de «aventura gráfica». No me malinterpreten. Las semejanzas tan sólo se insinúan en cuanto al control, frontera a partir de la cual el protagonismo recae no en la acción, sino en unas lágrimas desobedientes que acuden pese a que los personajes, esos montoncitos de pixelotes de los que antes hablábamos, parecen esforzarse por evitarlo. Como en una novela gráfica, más bien. Y en la medida en que no lo consiguen, To The Moon es arte.

Un viaje en el tiempo. Un viejo decrépito que, sin fuerzas apenas para levantar su espíritu, se suelta de manos de la muerte por puro desfallecimiento. Una oportunidad para que su lecho se transforme en improvisada máquina del tiempo, en busca de un momento y un espacio que puede que nunca existieran. La memoria no es más que un juguete roto que no puede ser arreglado con unas sacudidas, por más que el recuerdo del anciano, despedazado, las pida a gritos. A pesar de la urgencia que provoca la inminente desaparición. «Me voy, pues que sea con los cabos atados» parece decir, mientras vuelve la espalda a la muerte con la inocencia del crío que conoceremos. Un ornitorrinco, conejitos de origami y la atenta mirada de la luna. Sólo eso, y nada más. Arte.

A golpe de alegre click las teclas del piano se convierten en garras, y la muerte, que no es sino la negrura del fin y el olvido aparcados convenientemente bajo una quebradiza capa de cotidiana superficialidad, ignoran al viejo los instantes necesarios como para atenazar el corazón de aquel pobre jugador que escuchaba un cuento, limitándose a acariciar animalillos de papel entre dispares recesos. La muy puta sonríe de lado mientras hace estragos al otro lado de la pantalla, y el viejo, aliviado, se abraza a la luna, feliz porque la última canción, el último suspiro o el postrero viaje pueden ser el cúlmen, aún con sus contradicciones, de los mayores actos de amor jamás concebidos. La melodía se sacude el tono melancólico, y el color irradia de cada uno de unos clichés que sólo llegan a esbozarse. Adelante con el gran final. Los créditos se suceden y la aventura termina, asumo que con el mejor final posible. Entonces, al otro lado de la pantalla, la desolación se yergue aún mayor. Click.

Ya hace rato que servidor dejó de llorar por Johnny Wyles —si es que en algún momento lo hizo—, para llorar por el propio Johnny Darko. Si el punto fuerte de los videojuegos es la inmersión, ¿por qué este maldito juego me ha enviado de una patada hacia la más cruda de las realidades? Memento mori, pequeño. Porque como dijo Camarón, « es eterno». Y el hacer de esa verdad un dulce hallazgo, aunque desgarrador, también es arte.

Acerca de Eduardo Garabito


Artesano del desvarío en cualquiera de sus formas. ¡Síguelo en Twitter para ganar estupendos premios! ¡O igual no!

7 comentarios