03 de marzo, 2014
Artículo indiespensable
Indiespensable

Costume Quest
Double Fine Productions
2011
Aventura
GNU/Linux, Mac OS X, Windows, XBox 360, PlayStation 3
http://www.doublefine.com/games

«Costume Quest»: ser niño es duro pero tenemos disfraces

Hace años que no me disfrazo de nada. Odio los carnavales con la fuerza de los mares, con el ímpetu del viento. Todo tiene un motivo, un trauma en este caso. Con once o doce años me disfracé del protagonista de Yu-Gi-Oh y en mi ciudad se estilaba tirar huevos a aquellos transeúntes despistados que iban disfrazados. El disfraz era una diana. La desgracia aconteció cuando un huevo impactó en mi oreja tras caer de un séptimo piso. Estuve quitándome clara de huevo del oído interno hasta las navidades de ese año.

Tampoco soportaba ser un niño. No tiene ninguna relación con la anécdota anterior, pero es una baldosa amarilla más en el camino de esta narración. Como un árbol de metro y medio atado a un palo que ansía convertirse en un ser completo, yo no soportaba mi estado transitivo hacia la adultez.

¿Cómo enfocar, entonces, todo lo que Costume Quest (Double Fine Productions, 2011) me cuenta? No tengo ningún tipo de apego a aquello que pretende mostrar, la cultura en la que se enmarca no me representa y la nostalgia no es un elemento que me sirva para empatizar con sus personajes, añorando un tiempo ya lejano. ¿Por qué me gusta Costume Quest?

Lo recoge Ruber Eaglenest en su lista de los  juegos preferidos por sus hijas (ay, ser padre, no pude con mi propia infancia, para cuidar la ajena). Es la elección de la mayor, de once años, justo la edad con la que me desencante de los disfraces. Sin embargo, la edad perfecta para iniciarse en las aventuras roleras. Después de todo, yo de aquella ya estaba con el Pokemon Oro (Game Freak, 1999) a fuego (¿o sería el Azul? Las fechas bailan para alguien que intenta olvidarlas).

Para empezar, eso, datos objetivos, que a la gente le encanta: estamos ante un juego de rol por turnos. Pero el rol exprimido hasta los elementos más básicos de su existencia. Los combates por turnos, la exploración del mapa, conseguir puntos de experiencia para subir de nivel y poco más. No es más que una introducción. Ojalá fuese un niño de once años para descubrir así las maravillas de esto. No hay un trabajo por crear un juego metalingüístico o innovar en el terreno sino, más bien, en la dirección opuesta: ¿qué características mínimas necesitamos para crear un juego de rol?

Como soy un adulto, porque insistí en ello y no hay nada más poderoso que la fuerza de la convicción, Costume Quest se me antoja simple, repetitivo y cansino. Por eso me gusta. No hay veinte elecciones en el menú de combate, tan solo tengo que decidir que disfraces molan más y ponérselo encima a esos niños. Todos los mapas presentan los mismos retos (encontrar a seis niños escondidos, recolectar partes de disfraces, ir puerta por puerta buscando caramelos), así que es como un paseo agradable por rutinario.

Quizá eso es lo que me enseña sobre ser un niño, si es que Costume Quest enseña algo, aunque ni siquiera lo pretenda (ni falta que hace): ser un niño puede ser simple y repetitivo en su forma, pero el fondo es un despliegue de imaginación imposible donde un robot, un ninja y la Estatua de la Libertad luchan junto contra alienígenas/monstruos que pretenden robar todos los caramelos.

Hay una idea poderosamente infantil en Costume Quest: para vencer a la oscuridad, una oscuridad que tiene ojos y podría atacarnos en cualquier momento, conseguimos el disfraz de un héroe espacial con un sable laser que ilumina allí donde no hay luz. Con un gesto tan sencillo, la simple premisa del disfraz que cobra vida mediante la imaginación se convierte en la lucha de unos niños contra sus fobias con el arma más poderosa que tienen a mano: ser otro, ser un adulto, porque los adultos se enfrentan a sus miedos (o eso creen ellos).

Jugamos a ser niños que juegan a ser otra cosa porque ser niños es un coñazo. Tienes limitaciones espaciales, nadie te cree y todos te mangonean. Así que la única forma de vencer todas las imposiciones es convertirte en aquello que endiosamos y vemos como figuras larger-than-life. Al final, el sentimiento más genuinamente infantil es desear no ser un niño.

Lo más importante de esta aventura, y aquí es donde Double Fine demuestra su poderío, es la falta de moraleja (omnipresente en Disney o Pixar, pero carente en Hora de Aventuras, El increíble mundo de Gumball o Gravity Falls, por hablar de más productos que no sabemos si son para niños o para quién) sobre el verdadero sentido de ser un niño o sobre la necesidad del niño interior que todo adulto tiene dentro.

Tenemos un canto de amor hacia la infancia, con total honestidad e inocencia (pues la ironía o el sarcasmo tan solo destruyen y aquí no podríamos encontrarlo), pero sin una visión triunfalista de esta época, sin resaltar ciertas virtudes creadas por una mente añorante de esa vida tranquila. Quizá por eso me gusta Costume Quest. Porque me ha mostrado que, después de todo, no era un niño tan raro.

Acerca de Diego Freire


Pequeño burgués posmoderno, cuyos placeres poco culpables son las películas de hostias con machos alfa, las novelas pulp con mujeres ligeras de ropa y quedarse en casa mientras la gente va a conciertos. Podéis leer más desvaríos del muchacho en su portfolio.

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