11 de junio, 2014

Monochroma
Nowhere Studios
2014
Plataformas
Steam
monochromagame.com/

Monochroma

Cada vez va siendo más difícil que nos sorprendan con propuestas estéticas diferentes en los videojuegos. En un medio tan visual, es inevitable que los gráficos sean una de las primeras apuestas por diferenciarse, por dejar impresa una huella en el Paseo de la Fama indie. Pero ya conocemos ese dicho aplicable a cualquier ámbito: lo importante no son los recursos que tengamos sino lo que hagamos con ellos. Lo importante en Monochroma (Nowhere Studios, 2014) no es que se aferre a ese blanco y negro que puso de moda el paradigmático (es un decir) Limbo; lo importante es lo que nos cuenta con él.


Monochroma
nos engaña al principio, o se engaña a sí mismo. No tiene reparos ni complejos en mostrarse como un plataformas al uso, centrado en, quién lo diría, saltar, alcanzar alturas haciendo uso de los diferentes elementos del escenario y resolver puzles no demasiado complejos a la hora de desentrañarlos, aunque sí a veces al ejecutarlos (la esencia del juego es la del salto perfectamente milimetrado, para desgracia de los que vemos menos que un gato de porcelana). La cruceta para avanzar y un botón para manipular objetos. Es todo lo que necesitamos saber. Aunque tenemos una carga adicional, nunca mejor dicho: nuestro protagonista es un niño que tiene que llevar a hombros a su hermano menor, y esto le dificultará la tarea en ocasiones. Con él a cuestas podrá saltar menos, por ejemplo, por lo que será imperativo a veces dejarlo en el suelo para poder resolver el obstáculo de una zona (tendremos que encontrar para ello un lugar donde haya un foco de luz; parece que nuestro hermano todavía tiene miedo a la oscuridad). Luego tendremos que volver a por él, claro. Nos convertimos, así, en esa figura protectora que hemos visto en otros juegos, aunque no podemos combinar habilidades como en Brothers: A Tale of Two Sons (Starbreeze, 2013) o The Girl and the Robot (Flying Carpet Games).

Vamos avanzando casi sin pensar, poseídos por esa inercia del jugador experimentado, por la desidia del perro viejo plataformero, y de pronto sentimos que hay algo más detrás del escenario, de ese blanco y negro (preciosista, todo hay que decirlo) que nos va dibujando y señalando el camino. De pronto escuchamos a la ciudad susurrarnos, notamos su aliento en la oreja, perturbador. Y empezamos a entender la historia que se nos narra a través del silencio y de la soledad. Estamos en una ciudad abandonada, industrializada, triste y sucia. Un lugar en el que se respiran la pobreza y el abandono, como en un mal sueño de Charlie Chaplin. Apenas aparecen personas (como en el comienzo de Teslagrad, de vez en cuando solitarios guardas saldrán a nuestro encuentro y nos perseguirán por las calles), pero no se puede decir que la ciudad esté muerta en absoluto: vemos elevarse el humo de su respiración, exhalado por sus pulmones de metal, ocultando los restos dejados por sus habitantes humanos. Los atisbos de pasado.

En los carteles, en las casas vacías y su decoración, incluso en las pantallas de carga, se va intuyendo un pasado perdido que resulta vagamente similar a Fallout: una sociedad devorada por el consumismo y la búsqueda del confort y finalmente hundida en las simas de un totalitarismo corporativista. Quería esquivar la palabra distopía, tan manoseada últimamente, pero no tiene sentido hacerlo. A estas alturas todo apunta a ella.

Y casi como un personaje más, salpicando el gris aquí y allá, el color rojo. En la bufanda de nuestro protagonista, en las gafas de aviador de nuestro hermano. En la cometa que vuela al principio. En los toldos de las ventanas lejanas. En los botones que marcan el funcionamiento de la maquinaria o nos indican qué interruptores debemos pulsar. La simbología del color escogido es clara (sangre, vida), pero por suerte su uso en Monochroma es muy inteligente: se emplea con suficiente sentido narrativo, no abusando de él ni utilizándolo como recurso retórico obvio. Es otro de esos susurros que va componiendo la historia, guiando nuestra vista allá donde le interesa, alentándonos en el camino. El gris nos asfixia y nos priva de energía… pero por fortuna siguen existiendo atisbos de color, y por tanto de esperanza.

Las fábricas como sinónimo de no lugar, los sonidos ocasionales, vacíos de significado para cualquier urbanita (ladridos de perros en la lejanía, sirenas), resultan mucho más inquietantes que cualquier monstruo que pueda salirnos al paso. El vacío nos engulle; la ciudad sentiente, viva y orgánica (difícil no notar el vínculo con el Londres o el Nueva Crobuzón del escritor China Miéville) nos digiere. O eso intenta. Nosotros seguimos tratando de escapar, incansables, ya sea explorando los intestinos de metal o ascendiendo hacia el cielo. Nada de alas de cera: para eso tenemos escaleras o globos aerostáticos, incluso robots. Somos niños y el futuro siempre estará de nuestra parte, esperándonos más allá del techo de smog.

Acerca de Scullywen


Una especie de bundle friki con patas: videojuegos, rol, juegos de mesa con muchas piececitas de colores, ciencia ficción y fantasía a tutiplén, cómics, series de esas que no tienen audiencia y pueblan los sueños húmedos de Joss Whedon... También escribo cosas, y a veces lo hago con las manos. Y con un gato encima del teclado.

No hay comentarios