10 de abril, 2013
«Proteus» y la madre que lo parió

Entre los niños raros del colegio siempre están los más raros de todos. Aquellos que se hacen a un lado, se sientan solos en un banco y se dedican a ensoñarse mirándose los pies o con la mirada perdida en las motas de polvo que flotan al sol. Ésos a los que incluso los marginados, los parias, miran de reojo con extrañeza.

En el patio de los videojuegos sucede lo mismo. Dentro de ese corrillo de eterno debate que se forma en torno a los juegos abstractos, a los que todavía no tenemos claro en qué frontera situar, existe incluso un pequeño sector todavía más controvertido. Los juegos a los que no sabemos cómo aproximarnos, qué pensar de ellos. Aquellos a los que nos cuesta dedicar nuestro tiempo y, más aún, nuestro dinero, incluso aunque el siempre tentador cortijo de Gabe Newell nos pida unas pocas perrillas. La abstracción en ellos trasciende más allá de sus fronteras gráficas, de su historia o sus mecánicas; se convierte en una ola que arrasa y erosiona incluso lo que parece más básico y esencial: la existencia de un objetivo.

¿Qué tenemos entonces? ¿Qué es un juego sin una meta, sin que establezca con nosotros el pacto tácito de alcanzar un punto? Reconozcámoslo, no ya como jugadores, sino echando un vistazo a cualquier faceta de nuestra vida diaria. La falta de objetivos nos perturba, nos desestabiliza. Nos descentra y nos arroja a la indecisión, a ese desasosiego que por desgracia nos acecha hoy en día a todas horas, en esta especie de distopía de tapadillo que nos ha tocado vivir. Así que cuando un juego nos propone lo mismo —no nos propone nada—, no podemos menos que mirarlo de reojo. Y lo hacemos a un lado despacio, sin que se note, como a las verduras en el plato.

Esta larga presentación de ahí arriba tiene un nombre propio y una justificación, la que ha impulsado estas líneas: Proteus (Ed Key & David Kanaga, 2012). Un mundo cambiante, como augura la referencia mitológica de su título, conformado por las notas musicales que nacen a nuestros pies. Un paseo por un vergel colorido con una orografía variada, en el que corremos el riesgo de acabar (como me sucedió a mí) caminando hasta el infinito por una superficie marina de la que no alcanzamos a vislumbrar el final. En un muy humano intento de describirlo por parte de sus creadores, nos dicen que su objetivo es «crear música». ¿De verdad? Recapacitemos, hagamos a un lado esa obsesión por categorizarlo todo. Ahora, levantad la mano los que hayáis terminado la partida satisfechos con una composición musical coherente y bien lograda tras vuestro deambular.

Nadie, ¿eh? No hay objetivo en Proteus, miremos donde miremos, por mucho que queramos ceder a la impostura de encontrar uno trascendental, una simbología mística que haga que nuestras gafas de pasta se endurezcan todavía más. Tampoco lo hay, por ejemplo, en The Endless Forest (2005) o Bientôt l’été (2012), ambos juegos de Tale of Tales, una compañía especializada en esta clase de experiencias. El primero es un MMORPG donde, al más puro estilo de Mononoke Hime (Hayao Miyazaki, 1997), nos convertimos en una especie de ciervos con cara y debemos coexistir en un bosque. Coexistir, sin más. No hay posibilidad de interacción más que la que el propio juego permite. No hay metas. No hay retos que surjan al amparo de una ruptura. Bientôt l’été, por su parte, no puede considerarse poco más que una sucesión de ideas en movimiento que nos atraen para que orbitemos a su alrededor.

Ian Bogost entronca esta idea de los juegos sin objetivo con la del Imaginismo, una corriente poética del pasado siglo que recoge la semilla del Modernismo y aspira a aislar una imagen para convertirla en sensación, para desvelar la esencia que la anima y da vida. Emociones frente a sensaciones. Mientras que las primeras, inevitablemente, deben partir de una narrativa, aunque sea básica, de manera que puedan entroncar con nuestros anclajes culturales y sociales, las segundas son mucho más elementales y son la base de los juegos como los que hemos mencionado. Aquellos que se dirigen a pulsar esas cuerdas psicológicas que todos poseemos, de las que no podemos librarnos.

Puede que estos juegos no nos propongan un objetivo, pero en el fondo sí cumplen una función por sí mismos. Sin entrar en consideraciones artísticas, se trata de formas expresivas, y como tales podemos hallar un paralelismo con el recurso literario del locus amoenus, el tan socorrido viaje a los parajes de paz y reposo que hallamos en la poesía clásica. Nos facilitan esa tan necesaria evasión, ese desapego a veces imprescindible. Sí, necesitamos metas, objetivos, rutinas. Pero juegos como éstos nos dan a veces lo que en el fondo anhelamos: la despreocupación total de todo aquello. Así que, por qué no, merece la pena acercarse de vez en cuando a intercambiar unas palabras con ese niño raro del patio. Y preguntarle qué es lo que está viendo en las motas del polvo.

Acerca de Scullywen


Una especie de bundle friki con patas: videojuegos, rol, juegos de mesa con muchas piececitas de colores, ciencia ficción y fantasía a tutiplén, cómics, series de esas que no tienen audiencia y pueblan los sueños húmedos de Joss Whedon... También escribo cosas, y a veces lo hago con las manos. Y con un gato encima del teclado.

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