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To the Moon

enero 09, 2013

De cuando en cuando, con escrupulosa puntualidad británica, la cíclica discusión sobre el interés de elevar el videojuego a la categoría de arte reaparece en alguna de sus manidas formas. Prácticamente desde el mismo momento en que aquel puñado de pixelotes —cuyos mayores logros solían orbitar alrededor de su limitada capacidad de saltar algo o de disparar a alguien— alcanzó entidad suficiente como para forjar una historia a partir de sus aventuras, dio comienzo el drama del arte-o-no-arte. La frontera que separa las lindes del entretenimiento y el arte son tan finas —o tan difusas— como los ojos que las repasen. Tan cambiantes como el estado anímico del que afronta la obra, dependen de sí mismas tanto como lo hacen del «aura» del jugador o espectador.
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